Los conflictos entre los educadores y la agresividad de los educandos
Los conflictos entre los educadores y la agresividad de los educandos
Anton P. Baron
Universidad Columbia del Paraguay
Universitat Oberta de Catalunya
Nota del autor
Departamento de Investigación y Orientación Metodológica
La escuela, al realizar sus funciones didácticas y pedagógicas, ejerce una influencia importante sobre los alumnos, no solamente transmitiendo determinados contenidos sino también a través de los contactos interpersonales entre los educadores y educandos. Sin embargo, la calidad de estas interrelaciones, en muchos casos, dista de ser ideal. Esto se debe, generalmente, a la formación de un clima inadecuado para la educación y la enseñanza.
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La praxis educativa demuestra que la preocupación por la mencionada calidad de los contactos interpersonales no es una tarea fácil, dado que confluyen en ella varios elementos cuya importancia es muchas veces ignorada. Se habla del desarrollo del diálogo pedagógico con el educando como si se tratara de pequeñas anécdotas e historias insignificantes. Se olvida, por ejemplo, que el llamado “personal no pedagógico” –empezando por la gerente administrativa, la secretaria, la enfermera y terminando con el bedel y la limpiadora- puede tener una importante participación en la formación del clima favorable en la institución. A menudo, es precisamente este personal el que sabe más de los alumnos que cualquiera de los “pedagogos” profesionales. Eso ocurre, aunque sea sólo por una sencilla razón: la oportunidad que tiene dicho personal para observar a los educandos fuera del ambiente de clase: durante los recreos, en la cantina, jugando en la cancha, etc. Los integrantes de dicho plantel acompañan a los alumnos en sus actividades no formales, o sea en aquellas en las que las actitudes agresivas y violentas se manifiestan más a menudo. Estas actitudes se exhiben muy pocas veces en el salón de clase y, en el caso que aparezcan, suelen ser mucho más atenuadas: la rápida intervención del educador o su sola presencia los inhibe. Consecuentemente, el acto agresivo no concluido en el salón de clase es continuado luego fuera de él: en los servicios, en el corredor, en el patio escolar, etc. En estos lugares la víctima puede contar solamente consigo mismo, puede ser humillada y a menudo, seriamente golpeada.
La falta de un clima organizacional adecuado en la escuela, se palpa mediante la clara división existente entre los dominantes maestros y profesores, los sumisos alumnos y los relegados (el personal no pedagógico); esta división paraliza el efectivo funcionamiento del centro educativo. En vez de una convivencia coherente y unas acciones pedagógicas coordinadas conjuntamente, existe caos comunicacional y desorden en los contactos interpersonales. Cada una de estas mini-estructuras tiende a mantener su hermetismo: no permite el ingreso de los integrantes de las dos restantes a su territorio. La transición de las informaciones, vitales para la formación y la educación del educando, muchas veces se ve obstaculizada si no, imposibilitada. Y cuando algún hecho oculto finalmente llega a la luz, termina muchas veces en mutuas imputaciones y acusaciones de incompetencia (el personal acusa a los educadores) como también de la falta de colaboración y lealtad (los maestros acusando al personal). A menudo, los testigos de estas riñas son los mismos alumnos. Los adultos lo facilitan llevando a cabo sus disputas y altercados en los corredores, en la secretaría, en la recepción y otros lugares públicos.
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A veces, el conflicto se desarrolla también entre grupos formados por los mismos profesores, los cuales, sobre la base de simpatías y antipatías, crean clanes y círculos cerrados de compañerismo. Cuando un miembro de un determinado círculo se ve en apuros, los demás se levantarán en su defensa, aún cuando la razón puede estar en la otra parte. A estos conflictos se agregan también las cuestiones laborales, de remuneraciones, de horas extras, del reclutamiento del nuevo personal, etc.
El descontento de los profesores, su mutua rivalidad y celos, como también la agresividad interpersonal entre ellos, tiene que afectar sus relaciones con los alumnos. Los primeros, absorbidos por sus propios problemas y centrados en sus propias riñas, a menudo no están en condiciones de percibir la aparición o la intensificación de las conductas agresivas o de los actos de violencia en la escuela; frecuentemente, ellos mismos inspiran estas conductas. Experimentando los diferentes conflictos y no sabiendo resolverlos, transfieren su propio descontento e irritabilidad a los alumnos. Llegan a ser, entonces, demasiado susceptibles a las más mínimas faltas de los alumnos, a veces les imputan conductas reprochables, que en realidad nunca ocurrieron.
Consecuentemente, puede darse el caso que el alumno sea castigado por supuestos errores que no ha cometido. Dependiendo del tipo de castigo, de lo drástico del mismo y del grado de perjuicio que le produce, el alumno puede enfrentar situaciones difíciles: sentimiento de amenaza, de confusión y desconcierto, emociones que pueden ser compensadas con las diferentes formas de agresividad volcadas, principalmente, hacia sus compañeros más débiles.
El impartir castigos injustos, basados en la excesiva subjetividad de criterios lleva generalmente a la reafirmación del sistema de valores del alumno castigado de esta forma, el cual apercibe esta situación como un atentado en contra de su posición en la estructura informal de la clase: la crítica injustificada por parte del profesor impulsivo, es interpretada por el alumno como un intento de desacreditarlo frente a sus compañeros. Para mantener el estado de cosas, en estas circunstancias, requiere de drásticas manifestaciones de fuerza y de la demostración de la “importancia” del alumno afectado. En la práctica escolar, esto se traduce en una visible metamorfosis que sufren estos alumnos, algunos de los cuales fueron hasta este momento, disciplinados y correctos y se convierten después en aventureros, rebeldes y contumaces.
Los efectos dañinos de estos castigos, impartidos por educadores irracionales, son muy difíciles de ser eliminados de la psique de los alumnos porque casi siempre son acompañados por un fuerte stress: el castigo infundado, altamente perjudicial, tiene mucho que ver con los tempranos traumas en los niños, los cuales son víctimas de situaciones que los generan. El alumno no está en condiciones de relacionar su injusto castigo con la excesiva susceptibilidad del profesor, efecto de sus conflictos personales con otros colegas, con la dirección o con algún miembro del personal no pedagógico.
No cabe duda, que la persona con mayor influencia en la formación del clima organizacional en la escuela es el director. De sus habilidades de conducir, destrezas organizativas y de su “carisma” de liderar, comprendido ampliamente, depende hasta qué punto la escuela llegue a ser un organismo con un funcionamiento eficaz. En gran medida, de él depende la creación de las condiciones adecuadas de trabajo y de la atmósfera institucional adecuada. Sin embargo, es un hecho muy frecuente que en vez de esto se presentan diferentes conflictos entre el director y los maestros, entre aquél y el personal no pedagógico y hasta, entre el director y los mismos alumnos.
Muchas veces, el fondo de estos conflictos radica en algunos problemas personales, ambiciones frustradas, traumas del pasado, celos –o sea, acontecimientos no relacionados directamente con el actual trabajo en la escuela. Los conflictos basados en los prejuicios y los presupuestos imaginarios y no comprobados por parte de los actores, son especialmente difíciles de solucionar y por eso, se los sigue arrastrando, prácticamente, sin fin. Un director que “no olvida”, solamente espera que su subalterno –que alguna vez tuvo un inconveniente con él- cometa algún, aunque sea el más insignificante, error. Espera la ocasión para tomarse la revancha por los pasados actos de insubordinación o deslealtad. En la praxis institucional eso se manifiesta de diferentes formas: en la parcialidad del director (favoreciendo a profesores sumisos, que gozan de la simpatía del mismo, despreciando a los demás), en las evaluaciones y calificaciones excesivamente rigurosas sobre el desempeño de los subordinados, en los criterios arbitrarios e injustos en la repartición de premios y quehaceres educativos, en la falta de interés por los aspectos sociales de los maestros, etc.
Especialmente perjudiciales son los conflictos cuyos orígenes son más o menos ocultos y cuya solución, consecuentemente, se presenta sumamente difícil si no imposible. Este tipo de conflictos en las instituciones educativas, por un lado, impide la creación de un adecuado clima institucional y, por otro lado, dificulta las correctas interacciones. Consecuentemente, afecta directamente a los mismos alumnos imposibilitando el adecuado proceso de su instrucción y educación. La persistencia de este tipo de conflictos, la imposibilidad de encontrar sus raíces influye negativamente también en las actitudes de los profesores. Primero, porque se ven afectadas las relaciones dentro el cuerpo pedagógico mismo, segundo porque cambia negativamente su relación frente a sus deberes profesionales (por ejemplo, poca e inadecuada preparación para las clases, limitación en la realización de los programas por debajo de su mínimo exigido) y finalmente, porque se termina con fuertes y abiertos enfrentamientos entre los docentes, los cuales, en otras circunstancias, sabrían controlarse y sabrían no exteriorizar tanto sus emociones.
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Las consecuencias de los conflictos entre el director y los docentes son, sin embargo, mucho más serias. Dificultando la coordinación de las tareas educativas y la misma convivencia pueden perpetuar las actitudes negativas en los profesores y, sobre todo, en los alumnos. En estos primeros pueden implicar la pérdida de confianza, la deshonestidad profesional, el aislamiento, la enemistad y el sentimiento de inseguridad. Muchas de estas situaciones pueden terminar con fobias, con desordenes nerviosos y las depresiones, con los estados de frustración y hasta de psicosis (esquizofrenia y paranoia). Estos negativos modelos de conducta se potencian adicionalmente a través del temor por la pérdida del empleo. Los docentes toman conciencia sobre la inseguridad de su propio futuro personal y profesional –consecuencia del desempleo galopante, bajas demográficas, en el caso de las escuelas europeas, etc.- y entonces aceptan las humillaciones y el estilo dictatorial de los directores. Se auto-reprimen en el deseo de disenso y en la crítica de las decisiones injustas de la dirección. En estos momentos aparecen en la escena los alumnos: ya que en ellos es, por supuesto, mucho más fácil proyectar las emociones negativas acumuladas y, entonces, liberarlas. Esta “ventilación emocional” puede tomar diferentes maneras. Algunos directamente se quejan con los alumnos sobre la intransigencia del director involucrándolos a ellos en lo que pasa en las reuniones del cuerpo pedagógico de la institución; desenmascaran los lados oscuros de la vida de la escuela, muchas veces, sobredimensionándolos y subjetivizando en demasía. Otros, sin embargo, ventilan sus estados nerviosos directamente en los alumnos: elevando, de pronto, las exigencias, creando un clima hostil, intranquilo y temerario. Radicalmente cambian su estilo de trabajo: de los que promovían intercambio se vuelven meros informantes, de los democráticos pasan a ser autoritarios. Como consecuencia, empeora tanto la calidad del trabajo con los alumnos como el rendimiento académico. En muchos alumnos, que eran buenos hasta este momento, aparecen las dificultades en el aprendizaje y dificultades de conducta antes no observadas y, ligados a esto, estados de inseguridad, insatisfacción y frustración. Ellos son los que, por lo general, manifiestan la enemistad, se ausentan de las clases, sienten temor de la escuela y experimentan diversos sentimientos de hostilidad hacia sus profesores y compañeros.
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Estaría equivocado, sin embargo, quien postulara que solamente los conflictos entre los docentes son causantes directos de la agresión y de la violencia entre los educandos. Lo que es seguro es que los educadores conflitcuados no son capaces de tomar posturas pedagógicas correctas frente a sus alumnos. Especialmente perjudicial resulta la imprevisibilidad de sus reacciones, por lo general inadecuadas y sobredimensionadas en comparación con los reales problemas acaecidos durante las actividades escolares. Este tipo de profesores supersensibles con reacciones exageradas son el objeto favorito de las bromas de los alumnos. Los estudiantes son siempre censurados, llamados la atención y todos sus intentos de justificación, son olímpicamente ignorados. La relación profesor-alumno se distorsiona ya que el “sabelotodo” y fácilmente exaltado docente oprime la actividad y la colaboración del educando.
Se hace imposible la correcta circulación de la información: en vez de una comunicación bidireccional domina el monólogo unidireccional. Los alumnos no gozan de las condiciones que les permitieran el mismo grado de participación en el intercambio de la información. Temerosos de la reacción desfavorable del docente, no piden la repetición de algún problema que no fue plenamente dilucidado. Eso afecta especialmente a los menos dotados, ampliando, de esta forma, la brecha entre los alumnos talentosos y los otros, cuyo aprendizaje llega con los mayores esfuerzos. Esto a su vez, acarrea nuevos problemas dentro del grupo de los alumnos: las mutuas acusaciones y pretensiones de forzar ayudas (por ejemplo, el alumno menos dotado requiere de “ayuda” continua por parte del alumno talentoso; una “ayuda” que se manifiesta en dejarle copiar un ejercicio de matemática o escribir por él algún trabajo de castellano). Puede también surgir una división interna dentro de la clase, divisoria entre los que están sujetos a la autoridad del profesor y los “contestatarios”. Los primeros, son generalmente personas psíquicamente más débiles, temerosas, con alto grado de necesidad de obtener buenos resultados académicos. En el compromiso y oportunismo ven una posibilidad de satisfacer sus propias ambiciones de llegar a ser y continuar siendo los “buenos alumnos”. Los otros, por su parte, son generalmente personas con menores necesidades de buenas notas, al menos no a costa de la sujeción al antipático y molesto docente.
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Aquella diferencia en las posturas frente al profesor crea un conflicto adicional. Los alumnos que se solidarizan con el docente, que fácilmente sucumben frente a su presión llegan a ser objeto de agresión verbal y hasta física. Los epítetos de “colaboradores”, “cómplices”, “metidos”, etc. de los cuales son víctimas, expresan la incompatibilidad de actitudes interpersonales, la aversión y el rechazo hacia aquellos dóciles, mansos y obedientes; un rechazo de los que prefieren un estilo conformista frente al abuso de la autoridad docente.
Este conflicto tiene también su otra cara, a menudo mucho más drástica. El maestro al percatarse de la división existente en su clase, la de sus enemigos y simpatizantes, empieza a favorecer a estos últimos, tratándoles con mayor beneplácito y calificando mejor. Por el contrario, a los que se le oponen los castiga con más dureza, no los premia y los somete a cargas que decididamente superan las posibilidades de ellos, lo que se traduce, a la postre, en los continuos fracasos escolares. Los “colaboradores”, por su parte, llegan a ser un claro objeto de agresión por parte de los “contestatarios”, quienes los aprehenden como los verdaderos culpables de sus fracasos escolares. Aparece entonces la transferencia de la agresión: de los culpables-profesores (autocráticos, injustos, etc.) ésta se desplaza a sus compañeros, que con aquellos profesores simpatizan.
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Este esquema del mecanismo patológico presentado arriba, consecuencia de las posturas negativas de los profesores y de los conflictos existentes entre el cuerpo docente de las instituciones educativas, debe ser tratado con bastante precaución. No todos los profesores que experimentan conflictos con sus colegas o directores, llegan a ser malos pedagogos o ineptos educadores de la juventud. El propósito de este artículo fue demostrar que los conflictos entre los docentes, fácilmente pueden alcanzar a los educandos, cosa que es confirmada empíricamente por la praxis educativa. El grado en el cual el conflicto del profesor con su director u otro colega repercute en el alumno depende de las condiciones psicológicas, de la sensibilidad y la resistencia de ambas partes: del profesor y del alumno. Sin embargo, indudablemente, la persistencia del conflicto, la incapacidad de solucionarlo, a la larga, en menor o mayor grado, determinará la calidad y la efectividad del servicio docente del profesor.
Indiscutiblemente, esta situación descompone el correcto clima institucional en la escuela y, consecuentemente, rebaja el nivel del trabajo educativo y desarmoniza su correcto funcionamiento. Porque la escuela educa principalmente a través del clima que en ella se crea, o sea, a través de la totalidad de la interacción y relación acaecida entre todas las personas que permanecen en su territorio.